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domingo, 12 de septiembre de 2010



















UN DÍA CUALQUIERA

Mañana

Hace escasos minutos que ha sonado la alarma del despertador. Estoy aquí, en el dormitorio, de pie, vistiéndome. Me cuesta horrores encerrar la polla en los calzoncillos (pasados de moda) de reducidas dimensiones, que quiero ponerme. Mi compañera duerme, y respira irregularmente.
En el váter, lo primero que hago es echar una meada y tirarme algunos pedos. Antes me incomodaba pensar que, tras el delgado tabique, los vecinos me estarían oyendo mear y ventosear (yo les oigo a ellos perfectamente), pero, con el paso del tiempo, les he dado de lado a los melindres en favor de mi propia comodidad.
He desayunado galletas y café con leche. La leche, al hervir, se ha derramado sobre el quemador de la cocina. El olor a leche quemada se ha extendido por todos los rincones de la casa: primera contrariedad del día.
Odio la calle. ¡Parece increíble como ha aumentado el tránsito de vehículos en esta asquerosa ciudad!
Sólo hay una anciana en la parada del bus. A pesar de que la miro de reojo, o, quizá, por eso, la vieja se asusta y se aferra a su bolso, como si en él llevara guardada la poca vida que le queda. Le doy la espalda con un gesto despreciativo, me alzo el cuello del polar -hace frío- y subo al autobús, el número 7, que acaba de llegar.
En la oficina del paro hago cola y espero mi turno para que me sellen la cartilla. Escruto los rostros (plano secuencia) de los que, como yo, sumisamente, acuden a la cita trimestral: La chica de pelo rubio y corto, tiene cara de perpetua opositora. El muchacho alto y moreno lleva las manos manchadas de pintura, también los zapatos. Conozco al tipo gordo, el de las Ray-Ban de sol; pero no sé de qué... El viejo de la cazadora de cuero tose desesperadamente. Y los funcionarios atienden al público con disimulada amabilidad y mal oculto aburrimiento.
De vuelta a casa decido atajar atravesando el único descampado -en el cual han empezado ya a edificar- cercano al centro de la ciudad. Parece un pequeño islote cubierto de hierbajos, escombros, botellas, bolsas de plástico... basura de todo tipo. Huele a orina y hay papeles en el suelo manchados de mierda. Las ratas y los gatos campan a sus anchas por estos alrededores y merodean, sigilosos, en busca de alimento.


Noche

Tras la cena (una sopa de sobre, unos cacahuetes, algo de queso y dos vasos de vino) caliento agua para hacerme una infusión de valeriana, como de costumbre, para conciliar pronto el sueño. Cerca de la medianoche, me acuesto (Noni hace más de una hora que está en la cama, y parece dormida). Pero no puedo evitar que acudan a mi mente los problemas que me angustian: pienso que estoy sin trabajo, se me aparecen los rostros crispados de las personas a las que debo dinero, no olvido que hace muchos meses que no pago el alquiler del piso y que estoy amenazado de desahucio, que no sé si podré pagar la luz y el agua...
Todos estos turbios pensamientos se me agolpan en el cerebro, uno detrás de otro, sin tregua. Nervioso, me levanto de un salto y me dirijo a la cocina. Hurgo en el cajón de las medicinas hasta que encuentro las Orfidal; me tomo dos. Vuelvo a meterme en la cama y trato de relajarme; pero son tan grandes el desasosiego y el terror que me embargan que acabo rezando (las pocas frases del padrenuestro que aún recuerdo) a pesar de que soy ateo.

P. R. F., Crónicas de un subproletario y otros poemas, Baile sel Sol, 2002

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