Galletas Príncipe feeling
No me avergüenza confesarlo: tengo un ángel de la guarda. Lo conocí una madrugada, a eso de las seis. De repente, advertí que estaba sentado junto a mí, en mi coche. Inexplicablemente, en vez de dirigirme hacia mi casa, yo conducía en dirección a Portocristo, para lo cual me había desviado del trayecto habitual varios kilómetros. Cuando llegamos a la altura de una cafetería, que ya estaba abierta, me soltó el tío: Por favor, para aquí… Te prometo que no te volveré a pedir que me traigas…
Ah, ¿era eso?, ¿el me lo pidió y yo accedí?... Aprender a decir no, esa es una de las primeras cosas que tratan de enseñarte los sicólogos. Pero, ¿como podía negarme? Xixco, así se llamaba él, llegaba allí, a la estación, gigantón (metro noventa, ciento quince kilos), enfundado en un albornoz -con su paso vacilante, como de zombi-, derecho al baño, y me lanzaba una mirada cómplice, mientras la gente se apartaba, atemorizada, a su paso, pues parecía no ser absolutamente invisible, como lo eran el resto de los marginados de la estación. Luego, si me encontraba aún en la sala, me saludaba con el pulgar hacia arriba y un guiño y se pegaba a mí con un férreo marcaje al hombre, que ni el mejor defensa del mundo… La verdad es que llegaba a hacerse pesado; pero, erguido sobre sus botas camperas, que le hacían parecer aún más alto, con su mirada perdida, la piel del rostro enrojecida, la frente y la barba descamadas, imponía un respeto que te cagas. Me sentía seguro a su lado, como una chica anunciando salva-slips. Una cosa por la otra.
Un veinticinco de diciembre, estando yo de servicio, Xisco apareció en mi garita con un presente. Nada… una tontería… un paquetito de galletas Príncipe… Puede parecer que soy una nenaza, pero el detallito me llegó hondo. Le estreché su enorme y amoratada mano con sincera gratitud. ¿Quieres que te traiga algo más, una coca-cola, chicles?, me dijo. No muchas gracias, de verdad, respondí. Pues nada, hombre, que te las comas con salud, me deseó, como lo hacían en mi barrio, cuando era niño, las personas que te invitaban a comer algo, y se marchó por fin. Y me vino a la memoria cómo por entonces le pedía a mi madre con insistencia, siempre que iba a la tienda, que me comprara galletas Príncipe de Beukelaer (la Nocilla no me gustaba) para merendar. Sin embargo, ella solía comprar una tableta de sucedáneo de chocolate para untar (Tulicrem, creo que se llamaba), que era más barato, y lo extendía en unas gruesas galletas, que unas veces se resquebrajaban fácilmente, mientras que otras sabían a humedad.
Aquel día de navidad, la estación estaba desolada; sólo pululábamos por allí los cuatro desgraciados sintecho de costumbre (me considero uno de ellos). Pero me sentí acompañado por aquel tierno recuerdo de las galletas, aquella dulce frustración, florecida, como un truco de magia, de las manos violáceas de mi ángel de la guarda… en quien creo, porque él cree en mí.
Ah, ¿era eso?, ¿el me lo pidió y yo accedí?... Aprender a decir no, esa es una de las primeras cosas que tratan de enseñarte los sicólogos. Pero, ¿como podía negarme? Xixco, así se llamaba él, llegaba allí, a la estación, gigantón (metro noventa, ciento quince kilos), enfundado en un albornoz -con su paso vacilante, como de zombi-, derecho al baño, y me lanzaba una mirada cómplice, mientras la gente se apartaba, atemorizada, a su paso, pues parecía no ser absolutamente invisible, como lo eran el resto de los marginados de la estación. Luego, si me encontraba aún en la sala, me saludaba con el pulgar hacia arriba y un guiño y se pegaba a mí con un férreo marcaje al hombre, que ni el mejor defensa del mundo… La verdad es que llegaba a hacerse pesado; pero, erguido sobre sus botas camperas, que le hacían parecer aún más alto, con su mirada perdida, la piel del rostro enrojecida, la frente y la barba descamadas, imponía un respeto que te cagas. Me sentía seguro a su lado, como una chica anunciando salva-slips. Una cosa por la otra.
Un veinticinco de diciembre, estando yo de servicio, Xisco apareció en mi garita con un presente. Nada… una tontería… un paquetito de galletas Príncipe… Puede parecer que soy una nenaza, pero el detallito me llegó hondo. Le estreché su enorme y amoratada mano con sincera gratitud. ¿Quieres que te traiga algo más, una coca-cola, chicles?, me dijo. No muchas gracias, de verdad, respondí. Pues nada, hombre, que te las comas con salud, me deseó, como lo hacían en mi barrio, cuando era niño, las personas que te invitaban a comer algo, y se marchó por fin. Y me vino a la memoria cómo por entonces le pedía a mi madre con insistencia, siempre que iba a la tienda, que me comprara galletas Príncipe de Beukelaer (la Nocilla no me gustaba) para merendar. Sin embargo, ella solía comprar una tableta de sucedáneo de chocolate para untar (Tulicrem, creo que se llamaba), que era más barato, y lo extendía en unas gruesas galletas, que unas veces se resquebrajaban fácilmente, mientras que otras sabían a humedad.
Aquel día de navidad, la estación estaba desolada; sólo pululábamos por allí los cuatro desgraciados sintecho de costumbre (me considero uno de ellos). Pero me sentí acompañado por aquel tierno recuerdo de las galletas, aquella dulce frustración, florecida, como un truco de magia, de las manos violáceas de mi ángel de la guarda… en quien creo, porque él cree en mí.
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